viernes, 19 de marzo de 2004

El periodista que buscó el poder (By Cacho)

La Nación, 06/03/2004 - Tomás Eloy Martínez

HIGHLAND PARK
En América latina no hubo, quizá, un periodista más enigmático e imprevisible que Jacobo Timerman. Su talento para encarar proyectos que parecían contrariar las leyes del mercado y convertirlos en éxitos instantáneos -como el semanario Primera Plana en 1962 y el matutino La Opinión en 1971-, su instinto para congregar a los mejores y más díscolos profesionales, permitiéndoles actuar como un conjunto armonioso que, aun sin advertirlo, ejecutaba sus órdenes, y su autoritarismo tenaz, que le impedía reconocer los méritos ajenos así como vislumbrar las señales de su propia caída, han sido retratados en la biografía de Graciela Mochkofsky, Timerman , editada por Sudamericana hace pocos meses.
Escrita con seriedad, con distancia, a partir de datos y documentos que tejen una trama de contradicciones, la obra de Mochkofsky no es, sin duda, la que Timerman habría querido, y así lo advierte la autora en la primera línea. Es difícil imaginar, sin embargo, una biografía más justa.

A fines de los años 70, Timerman se convirtió en un personaje mítico en los Estados Unidos, donde hay premios y promociones de periodistas que llevan su nombre. Su valerosa denuncia de la dictadura en Preso sin nombre, celda sin número -que apareció primero en inglés-, así como sus columnas en The New York Times y su presencia ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano, identificaron su figura con la de un paladín de los derechos humanos y un cruzado contra los brotes de antisemitismo que arreciaban en aquella década.

Aún ahora esa imagen sigue en pie, desentendida de los otros credos que Timerman defendió con fervor antes de su caída, como el que postulaba una democracia tutelada por el ejército en vez de una democracia representativa, o el que prefería entregar el poder a generales usurpadores antes que consentir gobiernos constitucionales débiles como los de Arturo Illia e Isabel Perón. En vísperas de su arresto, Timerman denunció por difamatoria y subversiva la campaña de los exiliados contra la dictadura militar, pero se sumó a ella apenas fue liberado y salió de la Argentina. A la vez, en setiembre de 1976 le dijo al embajador norteamericano Robert Hill que el antisemitismo de los militares era "un problema imaginario", "exagerado por las organizaciones judías de los Estados Unidos", pero tres años después tuvo que agradecer su salvación a esas mismas organizaciones.

Como los represores que lo detuvieron y atormentaron, Timerman era incapaz de admitir sus errores. Nunca se retractó de maniobras dudosas, como el traspaso a su nombre de las acciones que el banquero David Graiver tenía en La Opinión cuando éste murió en un accidente, ni de las acusaciones injustas como "extremistas" a ex colaboradores que le resultaban antipáticos durante el interrogatorio a que lo sometió su némesis, el policía Ramón J. Camps.
En ese mismo interrogatorio tuvo el inusual coraje -que quizá tuvieron otros, asesinados sin poder contarlo- de exponer sus convicciones sionistas y marxistas con la cabeza en alto, a sabiendas de que podían costarle la muerte. Y aunque había apoyado el golpe militar, fue uno de los pocos que se atrevió a romper los cerrojos de la censura publicando algunos reclamos por los desaparecidos. No había imaginado extremo alguno de violencia, y la violencia iba a ser su límite.
Ya en la adolescencia había querido ser poeta o novelista, y aunque publicó en la revista Caballo de fuego -protegido por un seudónimo- algunos versos dignos de olvido, supo desde el principio que su pasión por las letras y las artes era sólo la vela de armas que afilaría su inteligencia para alcanzar lo que de veras le importaba: la inmortalidad como periodista y la familiaridad con el poder político.

Timerman buscó el poder, lo aduló, se alió con él, pero nunca le fue sumiso. Siempre jugó solo su propia partida. Lo apoyaba un denso tejido de talentos intelectuales -sus redactores-, pero él los consideraba sólo peones de un ajedrez más vasto, en el que las victorias y los abismos le pertenecían por completo.

Era un autodidacta, y sus carencias solían reflejarse en las secciones culturales de los medios que fundó. En las lecturas que hoy se hacen del semanario Primera Plana se cita siempre a Timerman como creador y animador de un modelo sofisticado de periodismo, que influyó decisivamente sobre el habla y las costumbres de la Argentina de los años 60. Es verdad que él creó el modelo, pero también es cierto que no estuvo de acuerdo con su evolución posterior. En aquella revista, que dirigió, de noviembre de 1962 a julio de 1964, no hubo lugar para las vanguardias ni para las formas revolucionarias que asumía la novela latinoamericana. Se detractó a Cortázar y a Vargas Llosa en beneficio de escritores regionalistas. Timerman tenía una inmensa curiosidad intelectual pero algunas de sus preferencias cinematográficas y literarias eran dudosas. Diez años después, en La Opinión, enmendaría esos yerros y se convertiría en un editor modelo, hasta que el poder autoritario estableció controles también sobre la cultura. Entonces, muy a su pesar, tuvo que agachar la cabeza. Entre el desafío y la supervivencia sabía cuál era el límite.

Trabajé con él en el semanario y en el matutino que fueron sus obras mayores, y competí con él cuando creó la revista Confirmado para oponerla, sin éxito, a Primera Plana. Las transgresiones de aquella época abarcaban todos los espacios -el de la moda, el de las artes plásticas, el del psicoanálisis-, pero el olfato de Timerman, que era afinadísimo en la política, solía ser menos eficaz fuera de ella. En diciembre de 1963, cuando iba a cumplirse un mes del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, le pidió a Borges una elegía para una edición conmemorativa. Contra lo que se esperaba, Borges no entregó un poema sino doscientas palabras en las que reflexionaba sobre la bala que había derribado al presidente norteamericano, identificándola con la que abatió a Lincoln, con la copa de cicuta que bebió Sócrates y con la piedra que Caín lanzó contra Abel. Indignado porque el poeta había defraudado lo que esperaba de él, Timerman mandó devolver el texto sin una sola palabra de explicación. Borges alcanzó a incluirlo al final de su mejor libro, El hacedor.

La biografía cuenta la historia de ese error y de otros muchos, así como la melancolía que exhala en una entrevista de 1996, cuando declaró su soledad y la tristeza por "no tener con quien conversar". Una generación entera de periodistas le debe a Timerman lo mejor y lo peor de su paso por la profesión. Yo siempre le agradecí que me ofreciera un refugio clandestino cuando las huestes de la Triple A me amenazaron de muerte en 1975, y siempre le reproché que hubiera alterado la sustancia y el sentido de un artículo que escribí en La Opinión, tres meses más tarde, inscribiendo mi firma en algo que me contradecía por completo. Mucho después explicó que ése es un derecho de todos los editores -poner la firma de alguien debajo de un texto que no ha escrito-, y cuando le repliqué, nos distanciamos para siempre. Timerman es una síntesis de todo lo que era el periodismo latinoamericano hace treinta y cuarenta años, de sus contradicciones y arrogancias, pero también de su respeto por lectores a los que suponía inteligentes, ávidos de saber más, no muy distintos de los lectores que sin duda hay ahora, a los que sin embargo se sirve de otra manera. Graciela Mochkofsky apunta, al final de su biografía, que el carácter autodestructivo de Timerman le impidió dejar obras perdurables. Queda poco de lo que hizo, es verdad, pero tal vez no quería dejar nada perdurable fuera de sí mismo. Los libros que se escriben sobre él son una señal de que en eso, sí, ha vencido.

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