domingo, 21 de marzo de 2004

DESCENDIENDO DE LOS BARCOS (By Cacho)

Día del Inmigrante

(Por Hugo Presman)

Cruzaron el Océano dejando atrás el hambre, la miseria, las persecuciones religiosas y políticas, la falta de horizontes. El barco era la promesa de un pasaporte al futuro. El agua era la distancia entre una tierra que se avizoraba como posible y una ajena donde quedaba enterrada las raíces, la historia familiar, los parientes, las costumbres comunes, la patria, los reconocimientos implícitos. Había que navegar mucho más allá del horizonte. Días y días donde ya no estaba la tierra dejada y era imposible imaginar aquella donde había que intentar construir el futuro. Apiñados promiscuamente en tercera categoría, era difícil desde el fondo de un barco soñar con " hacer la América". La llegada era tan traumática como la partida. Funcionarios a los que no se entendía, apellidos que muchas veces sufrían metamorfosis. Costumbres extrañas a las propias. El Hotel de los Inmigrantes. El ingreso a la Capital. El idioma como traba enorme. Algunos empezaron a buscar trabajo en esa ciudad extraña y europea, habitando conventillos, recorriendo sus calles, golpeando puertas. Otros se dispersaron por la vasta geografía nacional. Portugueses, italianos, españoles, árabes, turcos, judíos, eslovacos, croatas, vascos, polacos, alemanes, irlandeses, mucho más tarde japoneses, coreanos y chinos, fueron depositando sus sueños, sus sudores, sus broncas, sus esperanzas en una tierra a veces acogedora, otras hosca y distante. Sobre ese escenario, millones de historias se entrelazaron, construyendo un país. Desperdigada la cultura autóctona, perseguidos los indios y negros, marginado el gaucho, carentes de una tradición como los mejicanos cuyos antepasados son los mayas y aztecas, como los peruanos que provienen de los Incas, los argentinos, según el escritor Carlos Fuentes, descendemos de los barcos.
De todas esas culturas, de esa mezcla explosiva de dolores ancestrales, de miseria profunda, de sueños libertarios, de la necesidad de construir una vida que permitiera dejar atrás la nostalgia en algunos casos, o el olvido de una vida de privaciones en otros, se fue forjando un país rico en contrastes, tolerante o irascible, nacionalista y extranjerizante,
querible y denostado, acogedor y distante. De toda esta trama, donde los novelistas pueden abrevar historias inolvidables, elijo la más cercana, aquella que me toca tan de cerca que atraviesa mi infancia, que condiciona mi origen, que se entronca con mis ancestros. Allá en las cuchillas entrerrianas donde cabalgó Ramirez, el que usó, según Felix Luna, de palenque la misma Plaza de Mayo y murió por su amor rezagado: La Delfina. Allá donde Urquiza se construyó un Palacio en medio del campo, copiado de Versalles, con techo de espejos, cerámica y mármol italiano. Con lago artificial y barco traído de Europa. Ahí, en la región encerrada entre ríos, se asentaron mis abuelos. Allí está todavía jugando mi infancia. En el brumoso y dulce terreno de los recuerdos hay un campito y una pelota que busca entrar entre dos piedras o dos montones de ropa. Hay algunos chicos de pantalones cortos pensando en concretar las jugadas que imaginaron por radio. Allí, en Entre Ríos, en la soledad y el silencio de un cementerio, rodeado de campo, de antiguas colonias pioneras, están enterrados mis abuelos y mi madre.

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